Los relatos de Dino Buzzati (II)
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(Viene del asiento del catorce de octubre)
El curso de los días, la pátina del tiempo, otorga a las obras un valor testimonial que incluso puede redimirlas de la condenación en base a otras consideraciones. Verbigracia, esas fotos malas -y no digamos canciones- que, con los años se convierten en auténticos documentos del tiempo en el que fueron tomadas como meras instantáneas, sin pretensión estética alguna. Adquieren así un valor del que carecían desde una perspectiva artística.
Algo de eso -un documento de los años 60- es el valor que encuentro en estas historias vespertinas de Buzzati. Desde las recomendaciones, que se llamaba entonces a lo que hoy decimos “tráfico de influencias”, hasta la forma en que referían a las mujeres aquellos señores que, después de propasarse con ellas en cualquier barra americana, las llamaban “señorita” y les preguntaban con fingido interés si las habían molestado. Buzzati, si no era uno de aquellos señores, que hablaban del “elemento femenino”, al menos lo conocía bien.
Inútil seguir comparando estas Historias del atardecer con El desierto de los tártaros. Las Historias no son otra cosa que una colección de relatos escritos para la prensa. Esto quiere decir -sin que ello suponga menoscabo alguno para la que ha sido mi profesión durante los últimos cuarenta y muchos años y espero que lo siga siendo los que me queden por vivir- que fueron escritos con una premura que no obró en El desierto…, la obra maestra de su autor. Siendo El Corriere della Sera, rotativo en el que Buzzati desarrolló la mayor parte de su actividad periodística, un vespertino, uno de los más antiguos de Italia, eso explica hasta el título de la selección: las historias aquí reunidas llegaban al lector con El Corriere…, al atardecer.
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¿Y si? es más interesante que esa historia de la humildad del papa, yendo a confesarse toda la vida con el mismo cura rural, referida en el relato anterior. Lo que aquí se nos cuenta es una hipótesis, mínimamente desarrollada, sobre lo qué hubiera podido ser la vida de un notable si se hubiera detenido a conocer a una chica, “estudiante de la bohemia de vanguardia”, dotada con uno de esos tipos que logran hacer “una elegancia casi ofensiva de la extralimitación y de la impertinencia” (pág. 40). Una desconocida que atrajo al notable en el único instante que sus vidas se cruzaron ocasionalmente. Aunque solo en líneas generales, pero hay algo en la hipótesis que aquí se plantea -si en lugar de medrar en la vida burguesa el notable se hubiera dedicado a la bohemia- que me ha recordado La vida en un hilo (1945), la inolvidable cinta del gran Edgar Neville.
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Muy confidencial al señor director es uno de los relatos más significativos de los aquí reunidos. En primera persona y con su propio nombre, Buzzati nos habla de un tipo que, supuesta y discretamente, se le presenta para ofrecerle sus narraciones y cuantos textos sean menester, cediéndoselos para que los firme él, es decir, Buzzati. El único interés de este colaborador anónimo es el dinero.
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Muy mediatizado por la Guerra Fría y el pacifismo de la época, El arma secreta, que da título a la pieza homónima, no es otra que un gas. Cuando actúa, en lo que debiera haber sido el fin del mundo, convierte a los rusos en capitalistas y a los estadounidenses en comunistas. Una simpleza sobresaliente.
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Un amor turbio es el sentimiento que inspira una casa al protagonista de la pieza, magnetizado por la construcción desde que la ve en una calle por la que pasa, como hubiera podido ver cualquier otra. Sin embargo, cree que con ésta, la que le inspira, es mutua la atracción existente. Más aún, cree que, en cierto sentido, la casa interactúa con él. De modo que decide comprarla.
Ya en su nueva residencia, la obsesión por el inmueble comienza a crearle un problema conyugal. Tanto es así que a la mujer de nuestro protagonista, apenas le afecta que su domicilio acabe envuelto en llamas. Dicen que debió de ser un cortocircuito. Pero el lector sabe que le ha prendido fuego el propietario.
Teniendo en cuenta lo mal vista que estaba la ambición desmedida en aquellos años, seguro que hay una moraleja acerca de ella en estas páginas. Ahora bien, a mí, sinceramente, se me escapa. No así ciertas concomitancias con Casa tomada, el célebre relato de Julio Cortázar publicado originalmente, en 1946, por Borges en el número once de Los anales de Buenos Aires, revista que entonces tenía a su cargo.
El cuento de Cortázar es toda una metáfora sobre cómo la comodidad de lo cotidiano se ve destruida por una presencia extraña. Lo leí en el año 87 y me dejó frío. Debo de ser el único mortal al que no le gusta Julio Cortázar. Algún día explicaré el por qué. A Buzzati sí parecía gustarle. El autor de Rayuela (1963) -mero artificio- tuvo mucho calado en la Italia de los años 60 -recuérdese que Antonioni adaptó en Blow Up (1966) Las babas del Diablo (1959)- y me atreveré a asegurar que Buzzati había leído Casa tomada y que aquella lectura influenció Un amor turbio.
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Pobre niño es un relato mucho más inteligente. Nos habla de un pequeño enfermizo, moreno entre los rubios, con el que nunca quieren jugar los otros chiquillos. Ni a la guerra ni a nada. Finalmente se nos descubre que el niño es Hitler porque alguien llama a su madre “señora Hitler”. Este detalle, esta forma de revelarnos quien es el mocoso, me ha parecido de lo mejor de la selección. Aunque ambientado en la infancia del genocida del Reich que iba a durar mil años, ésta tan bien es una pieza muy representativa del costumbrismo de los años 60, cuando los niños aún jugábamos a ser soldados. Nada que ver con el sentir de nuestro infausto tiempo, cuyas lideresas han decidido que la hombría en sí misma es fascismo y se tiende a afeminar a los niños desde la infancia, poniéndolos a jugar a las casitas.
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El incordio es un sujeto que busca esas recomendaciones, ese tráfico de influencias, aludido anteriormente, en despachos donde no se le conoce. Se presenta en ellos evocando a un amigo común, a quien tampoco conoce nadie, aunque el tipo lo hace con tanta convicción que tampoco hay nadie que se atreva a negarlo. Una vez construido el embuste, el Incordio asegura estar sufriendo una terrible desgracia -una enfermedad de la mujer, un accidente de tráfico- y acaba dando un sablazo a quien le cree.
La cuenta versa sobre un escritor que, tras recibir un premio, comienza a preguntarse sobre la legitimidad de su materia literaria, sobre ese sufrimiento ajeno del que obtiene la belleza de sus versos. Estamos, pues, ante una reflexión sobre la legitimidad de la gloria. Todas estas cuestiones son otro tema recurrente en Buzzati y otra prueba de que el escritor era un hombre piadoso…
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Ese buen rollo, a la usanza de la burguesía católica de los años 60, no impidió a nuestro autor, a la vez, experimentar esa fascinación por la riqueza tan frecuente en los impíos: tal es el caso de Week-End.
Más que un anglicismo, en el español hablado de los años 60, Week-End era un sintagma referido al nuevo concepto del fin de semana de aquella época, al que también aludió el gran Godard en su Week-End (1967), su última cinta antes de abandonar el cine comercial a raíz de los acontecimientos de mayo del 68. En su Week-End Buzzati nos habla de un lugar donde van a pasar los fines de semana las familias milanesas propietarias de las grandes empresas del sector automovilístico.
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En El secreto del escritor se nos cuenta de un autor que decide renunciar al éxito para no ser envidiado por sus amigos. Demasiado ingenuo par nuestros días en los que, por mucho que el amor a los pobres y a su bondad infinita permanezca incólume desde que yo recuerdo, a quien se venera es a aquel que fue capaz de alzarse “sobre los pobres y mezquinos que no han sabido descollar”. Tal vez alguien debería de haberle recordado al Buzzati periodista, el de El desierto de los tártaros era otra cosa, aquello que sostiene Ludwig Wittgenstein: “La ética no se dice, se muestra”.
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Historias del atardecer, que da título al libro, es un conjunto de párrafos impresionistas en que se da noticia del regreso a casa de los industriales de Turín en sus potentes coches, con sus bellas secretarias. Hablan del cierre de sus negocios.
Uno de ellos, repentinamente, lo deja todo para observar, con una entrega absoluta, el nido de una corneja.
Otro de esos párrafos, referidos cada uno a uno de esos industriales que vuelven a casa el 16 de octubre de 1964, recuerda cómo, con la edad, el protagonista de esas líneas ha ido reduciendo sus logros en el descenso, esquiando, del Plateau Rosa. Más que al glacial que se extiende en los Alpes, entre Italia y Suiza, aquí debe referírsenos alguna ladera del monte Cervino, una de las maravillas de la cordillera. De este industrial, que también es un esquiador que empieza ver reducida su capacidad para el deporte, extraigo una de las frases que más me han llamado la atención: “oscilo entre la resignada comprobación de que, al menos simbólicamente, mi turno ha terminado, y la confianza en el largo mañana, la ilusión, la esperanza, ¡la terrible esperanza!” (pág. 96).
Particularmente, en estas líneas reproducidas en el párrafo anterior, creo entender una metáfora de la existencia a los 40 años, cuando las fuerzas empiezan a verse disminuidas, aunque aún se tienen, y ya se ha llegado tan lejos como se va a llegar. Edad a la que seguir albergando esperanzas puede ser peligroso porque ni hay, ni va a haber, más cera que la que arde.
Lo que sí que tengo claro es que esa monomanía de Buzzati de asociar la belleza femenina a la riqueza, al prestigio social, al poder, algo tan cierto desde siempre como su exaltación en los autores de entonces, le valdría a este colaborador de El Corriere la cancelación en nuestros días.
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Los años en que Buzzati escribía sus relatos eran los años del conflicto generacional. No en vano, el rock estaba poniendo en marcha la mayor sedición juvenil que ha conocido la sociedad occidental. A ese debate, a esa contestación de la juventud desconocida anteriormente e irrepetible desde entonces, alude Cazadores de viejos. La ruptura entre hijos y padres -y entre padres e hijos pues aquellos progenitores, autoritarios hasta llegar a ser capaces de echar de casa a sus hijos eran muy frecuentes en aquellos días. Buzzati, escribiendo para ese medio de centro derecha que es El corriere… toma partido de un modo inequívoco por los padres.
Cazadores de viejos es una pequeña distopía que, de entrada, viene a ratificarme que un par de apuntes bastan para crear un escenario futuro y errado a consecuencia de ciertas prácticas sociales, políticas o tecnológicas.
Roberto Saggini, el protagonista de Cazadores de viejos, es el administrador de una pequeña papelería -¡las librerías papelerías de los 60!- de cuarenta y seis años. Al detener su espléndido deportivo para ir a comprar tabaco -ese culto a los coches también es muy de la época- no se percata de que, a esas horas de la madrugada los jóvenes se dedican a cazar viejos para matarlos a palos, como Alex y sus drugos en sus noches de ultraviolencia en La naranja mecánica, la novela de Anthony Burgess del 62 que perfectamente pudo leer, y dejarse influenciar por ella.
En fin, el caso es que, cuando Saggini repara en que, siendo como es un cuarentón con creces puede costarle la vida estar en la calle a esas horas de la madrugada, ya es tarde: un grupo de jóvenes a la caza del viejo le ha visto. Falto de tiempo para correr hasta el coche, grita a la mujer que huya del lugar con el automóvil. Ella se va y, mientras el lector se queda sin descubrir si la acompañante era un lío o una compañera de trabajo, el administrador empieza a correr, entre las sombras de la noche, para salvar la vida.
En ello está cuando descubre que uno de sus perseguidores es su propio hijo. Cuando el joven Saggini se da cuenta de que está persiguiendo a su propio padre siente el natural reparo. Mas a sus perseguidores no les hace falta insistir mucho para que el ya inminente parricida supere esas reticencias y corra tras su progenitor para matarle a palos.
(Continuará)
Publicado el 22 de noviembre de 2024 a las 00:45.